Superar la enfermedad
En el best seller “Un ataque de lucidez”, una científica víctima de un derrame cerebral cuenta su experiencia. La relación con médicos y familia.
H e oído a médicos decir: “si no ha recuperado sus facultades seis meses después del ictus, no las recuperará nunca”. Créanme, eso no es verdad. Noté mejoras significativas en la capacidad de mi cerebro para aprender y funcionar durante ocho años enteros después del ictus, y fue entonces cuando decidí que mi mente y mi cuerpo estaban curados por completo. Los científicos son plenamente conscientes de que el cerebro tiene una increíble capacidad para cambiar sus conexiones, basándose en los estímulos que le entran. Esta “plasticidad” del cerebro es la base de su capacidad para recuperar las funciones perdidas. Desde mi punto de vista, el cerebro es como un patio de recreo lleno de niños. Miras el patio del recreo y ves un grupo de niños jugando al fútbol, y a otro grupo actuando como monos en los aparatos de trepar, y a otro grupo rondando por el foso de arena. Cada uno de estos grupos de niños está haciendo cosas diferentes pero similares, más o menos como los diferentes conjuntos de células del cerebro. Si quitas los aparatos de trepar, esos niños no se van a marchar; se juntarán con otros y empezarán a hacer cualquier otra cosa que puedan hacer.
Lo mismo ocurre con las neuronas. Si borras la función genéticamente programada de una, esas células morirán por falta de estímulo o encontrarán algo nuevo que hacer. Yo necesitaba que la gente que me rodeara creyera en la plasticidad de mi cerebro y en su capacidad de crecer, aprender y recuperarse.
Desde el principio, era de vital importancia que mis cuidadores me dieran la libertad de prescindir de mis logros pasados para poder identificar nuevas zonas de interés. Necesitaba que la gente me quisiera, no por la persona que yo había sido, sino por la persona en la que podría convertirme. En la esencia de mi alma, yo era el mismo espíritu que ellos amaban. Pero debido al trauma, ahora los circuitos de mi cerebro eran diferentes, y con ello cambió mi percepción del mundo. Aunque parecía la misma y al final llegaría a andar y hablar igual que antes del ictus, ahora el cableado de mi cerebro era diferente, y también lo eran muchos de mis intereses, gustos y aversiones.
Mi mente estaba muy deteriorada. Necesitaba desesperadamente que la gente me aceptara como la persona que era en aquel momento. Necesitaba que los que me rodeaban me animaran. Necesitaba saber que todavía valía algo. Necesitaba tener sueños en los que avanzar.
Por otro lado, era imprescindible poner a prueba inmediatamente mis sistemas cerebrales. Había conexiones rotas en mi cerebro y era importantísimo que las reestimuláramos antes de que las neuronas murieran u olvidaran por completo cómo hacer lo que estaban diseñadas para hacer. Nuestro éxito en la recuperación dependía por completo de encontrar un equilibrio saludable entre mis esfuerzos de vigilia y el reposo del sueño.
Durante varios meses, después de la operación, tuve prohibidos la TV, el teléfono y la radio. No contaban como relajación propiamente dicha, porque me chupaban la energía, dejándome letárgica y sin interés por aprender. Además, G.G. (mi madre) se dio cuenta que había que plantearme solo preguntas de múltiples opciones y nunca preguntarme por sí, o no. La elección forzada exigía que yo abriera viejos archivos o creara otros nuevos. Las preguntas de “sí o no” no me hacían pensar de verdad, y G.G. rara vez dejaba pasar la oportunidad de activar una neurona.
C omo mi cerebro había perdido la facultad de pensar linealmente, tuve que reaprender el cuidado personal básico, incluyendo cómo vestirme. Necesité que me enseñaran a ponerme los calcetines antes de los zapatos y por qué. Aunque no podía recordar la función de los artículos corrientes del hogar, era muy creativa en lo que elegía para cada propósito. Aquel proceso de exploración era apasionante. Quien iba a decir que un tenedor era fabuloso para rascarse la espalda.
Yo tenía una energía limitada, así que cada día elegíamos con mucho cuidado en qué iba a invertir mis esfuerzos. Tenía que definir mis prioridades para recuperar lo que más me interesaba y no malgastar energía en otras cosas. Decidí concentrar mi rehabilitación en un proyecto artístico que me ayudara a recuperar mi energía física como mi destreza manual y mi procesamiento cognitivo.
Aunque no necesitaba terapia física, pasé bastante tiempo en terapia de lenguaje durante cuatro meses después de la operación. Hablar era menos problemático para mí que leer. G.G. ya me había enseñado las letras del alfabeto y los sonidos que corresponden a cada uno de esos garabatos, pero enlazarlos en forma de palabras y después añadir un significado era más de lo que mi cerebro se atrevía a intentar. Leer y tratar de entender era un desastre. Mi primera sesión con mi terapeuta de lenguaje, Amy Arder, tuve que leer una historia que contenía 23 datos. Ella me hizo leer la historia en voz alta y después me hizo preguntas. De las 23 preguntas, acerté 2. Cuando empecé a trabajar con Amy, podía leer las palabras en voz alta pero no asignar un significado a los sonidos que salían de mi boca. Con el tiempo podía leer una palabra cada vez, asignarle un significado a aquel sonido y después pasar a la siguiente palabra.. Creo que gran parte del problema consistía en que no podía relacionar un momento con el siguiente ni pensar linealmente. Mientras cada momento existiera en aislamiento, yo no podía engarzar ideas ni palabras. Pero dentro me sentía como si la parte lectora de mi cerebro se encontrara prácticamente muerta y no estuviera interesada en volver a aprender. Semana tras semana, guiada por Amy y G.G., dí los pasos necesarios para alcanzar mis objetivos. Era muy emocionante, porque recuperar el vocabulario significaba recuperar alguno de los archivos de mi cerebro. Me quedaba agotada solo con intentarlo, pero poco a poco, palabra difícil a palabra difícil, se fueron abriendo archivos y me encontré con la vida de la mujer que había sido antes.
Para recuperarme con éxito, era importante que nos centráramos en mi capacidad, no en mi incapacidad. A base de celebrar mis logros cada día, permanecía centrada en lo bien que lo estaba haciendo. Decidí que no importaba si era capaz de andar, hablar o recordar mi nombre. Aunque lo único que hiciera bien fuera respirar, celebrábamos que estuviera viva… y respirábamos hondo juntas. Si me tambaleaba, podíamos celebrar que estuviera erguida. Si babeaba, podíamos celebrar que tragara. Era demasiado fácil centrarse en mis incapacidades, porque eran muchísimas. Necesitaba que la gente celebrara los triunfos que lograba a cada día, porque mis éxitos, por pequeños que fueran, me inspiraban.
Uno de los secretos fundamentales de mi éxito era que tomé la decisión cognitiva de no ponerme trabas a mí misma durante el proceso de recuperación. Con una actitud agradecida se llega muy lejos en cuestiones de curación física y emocional. Hubiera sido muy fácil, m il veces al día, sentirme menos de lo que había sido antes. Al fin y al cabo, había perdido la mente, y por consiguiente tenía razones legítimas para sentir lástima de mí misma. Pero, por suerte, la alegría y la celebración de mi mente derecha eran tan fuertes que no querían dejarse desplazar por la sensación que acompañaba a la autodesaprobación y la depresión. Una parte de no ponerme trabas emocionales consistía en que necesitaba aceptar el apoyo, el amor y la ayuda de otros. La recuperación es un proceso a largo plazo y pasarían años antes de que tuviéramos cierta idea de lo que iba a recuperar. Necesitaba dejar que mi cerebro se curara, y para eso tenía que permitir y agradecer que me ayudaran.
Antes del ictus, yo había sido independiente en extremo. Trabajaba durante la semana como científica, iba de gira los fines de semana como la Científica Cantante y me las arreglaba completamente sola en mis asuntos domésticos y personales. Me incomodaba aceptar ayuda, pero en aquel estado de incapacidad mental necesitaba dejar que la gente hiciera cosas por mí.
El éxito de mi recuperación dependía por completo de mi capacidad de descomponer cada tarea en pasos o actos más pequeños y simples. Como no podía pensar linealmente, necesitaba que todos asumieran que yo no sabía nada, para poder reaprenderlo todo desde el principio.
Los fragmentos de información ya no encajaban unos con otros en mi cerebro. Por ejemplo, podía no saber utilizar un tenedor y podía necesitar que me lo enseñaran en varias ocasiones diferentes.. Necesitaba que mis cuidadores me enseñaran con paciencia. Si no entendía algo, era porque aquella parte de mi cerebro tenía un agujero y no podía absorber la información. Cuando la gente levantaba la voz al enseñarme, yo tendía a cerrarme. Era imprescindible que mis cuidadores recordaran que yo no estaba sorda, simplemente, mi cerebro estaba dañado.
Necesitaba que la gente se me acercara y no tuviera miedo de mí. Necesitaba desesperadamente su bondad. Necesitaba que me tocaran, que me frotaran el brazo, que me tomaran la mano o que me limpiaran con amabilidad la cara si babeaba. Sé que puede ser muy incómodo para una persona sana intentar comunicarse con alguien que ha tenido un ictus, pero yo necesitaba que mis visitantes me aportaran energía positiva. Dado que la conversación estaba obviamente descartada, agradecía que las personas se quedaran solo unos minutos, me tomaran las manos y me dijeran despacito y en voz baja cómo les iba, qué pensaban y que confiaban en mi capacidad de recuperarme.
Me resultaba muy difícil tratar con gente que llegaba con energía de mucha ansiedad. Necesitaba de verdad gente que se responsabilizara del tipo de energía que me traía. Animábamos a todo el mundo a desfruncir el entrecejo, abrir el corazón y traerme amor. La gente muy nerviosa, ansiosa o irritada era contraproducente para mi curación. Una de las principales cosas que aprendí fue a sentir el componente físico emoción. La alegría era una sensación en mi cuerpo. La paz era una sensación en mi cuerpo. Tomaba mis decisiones basándome en lo que sentía por dentro. Había ciertas emociones, como la ira, la frustración o el miedo, que me resultaban incómodas cuando fluían a través de mi cuerpo. Así que le decía a mi cerebro que no me gustaba aquella sensación y no quería conectarme con aquellos circuitos neuronales. De pronto tenía mucho más dominio sobre lo que sentía y durante cuánto tiempo, y me oponía rotundamente a reactivar viejos circuitos neuronales dolorosos. Sabía que nadie tenía el poder de hacerme sentir nada, excepto yo y mi cerebro. Nada exterior a mí tenía el poder de arrebatarme mi paz de corazón y mente. Aquello dependía por completo de mí. Puede que no tenga un control total de lo que ocurre en mi vida, pero soy yo quien decido cómo quiero percibir mi experiencia.
Doctora en Neuroanatomía
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